lunes, 20 de diciembre de 2010

El plantador de dátiles (Jorge Bucay)

En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Elihau de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras.

Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Elihau transpirando, mientras parecía cavar en la arena.


-¿Qué tal anciano? La paz sea contigo.


-Contigo -contestó Elihau sin dejar su tarea.


-¿Qué haces aquí, con esta temperatura, y esa pala en las manos?


-Siembro -contestó el viejo.


-¿Qué siembras aquí, Elihau?


-Dátiles -respondió Elihau mientras señalaba a su alrededor el palmar.


-¡Dátiles! -repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez comprensivamente-. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor.


-No, debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos…


-Dime, amigo: ¿cuántos años tienes?


-No sé… sesenta, setenta, ochenta, no sé… lo he olvidado… pero eso ¿qué importa?


-Mira, amigo, los datileros tardan más de cincuenta años de crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los ciento un años, pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.


-Mira, Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar estos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto… y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.


-Me has dado una gran lección, Elihau, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste -y diciendo esto, Hakim le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.


-Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.


-Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas.


-Y a veces pasa esto -siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no sólo una, sino dos veces.


-Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte…



Jorge Bucay